Durante la Guerra de la Independencia, de América del Norte, el sargento de una pequeña compañía de soldados estaba dando órdenes a sus subordinados para transportar una viga muy pesada que estaban tratando de transportar, para completar algunos trabajos militares que en aquel punto debían componerse.
El peso era casi superior a sus fuerzas, y la voz del sargento se oía a menudo gritando:
- ¡Alcen !,¡ alcen ! ahí va, otra vez ¡alcen !
Una persona sin uniforme militar, pasaba por allí y preguntó al que mandaba por que él mismo no les ayudaba un poquito.
Este atónito, y volviéndose con toda la majestad de un emperador hacia el individuo dijo:
- ¡ Señor, yo soy un sargento !
- ¿ De veras que lo es usted ? - replicó el desconocido -, yo no sabía esto.
Y quitándose el sombrero le hizo un saludo,
diciendo:
- Perdone usted, señor sargento.
Y diciendo esto desmontó y empezó a ayudar a los soldados en su pesada tarea hasta que las gotas de sudor corrían por su frente, y cuando la viga fue por fin levantada, se dirigió hacia el " gran " hombre y le dijo:
- Señor sargento, cuando usted vuelva a tener un trabajo como éste, y no tenga suficientes hombres, mande por su general, y yo vendré con mucho gusto y le ayudaré en una segunda ocasión.
El sargento se quedó desconcertado y como el que ve visiones cuando por esas palabras conoció que el oficial que le había dado esta lección era el mismísimo Washington general en jefe del ejército americano.